jueves, 20 de septiembre de 2012

La muerte de Aliocha Coll


JAVIER MARÍAS 01/12/1990 EL PAÍS

Aliocha Coll murió en París el 15 de noviembre. Tenía 42 años. Sólo publicó una novela y una extraordinaria traducción del Teatro de Marlowe, pero vivió sólo para escribir. Era un tipo de literatura más bien "imposible", escribe el articulista, pero se percibe en ella un talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden.

Hacia 1977, cuando yo formaba parte de un comité asesor de las Ediciones Alfaguara, que dirigía arriesgadamente Jaime Salinas, llegaron a su sede cuatro novelas firmadas por Aliocha Coll, de las cuales me tocó llevarme dos a casa para su lectura e informe, Vitam venturi saeculi y, si mal no recuerdo el título, Ofelia, Casandra y Juana de Arco. Se trataba de un tipo de literatura más bien "imposible" y que nunca me había interesado mucho: antes que intentar definirla con alguna aproximación que a Aliocha Coll no le habría gustado (vanguardismo, experimentalismo, joycismo elevado al cubo), prefiero recordar una página de Ofelia en la que a lo largo de sus 30 renglones sólo figuraba, repetida, la palabra "galopando" ("galopando galopando galopando"), o reproducir unas líneas del otro libro, el único que publicó, en 1982: "Desperté y estaba en pleno arenal el alba era del punto en que aún era posible la noche marcha atrás. Recogí mis armas el rocío había puesto huellas en forma de escama al principio creí que rojas de óxido después que azul de yema de huevo y plata". O bien, a modo de ejemplo extremo (ya que el texto se hace cada vez más quebrado a medida que avanza), las frases finales: "...yo es el rey de nosotros que un dios dio el mundo unombre lo nombró y los dos se envidian con el fuego a la zaga como buenos hermanos ver venir hablar veremos hablar hablaremos venir as asedio puespues endíadis puesto a asa as". [sic]Primer ritmo

Sí llegué a interesarme por estas obras y luego por conocer a su autor, ello fue debido a que creí percibir en aquella literatura tan aventurada y a veces difícilmente legible un talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden. Cuando vino el momento de conocernos, en Barcelona, recuerdo que esperaba encontrarme con un individuo de aspecto montaraz o estrafalario o iconoclasta; apareció, en cambio, un joven perfectamente trajeado e incluso atildado, de excelentes modales, con un rostro anticuado que parecía salido de los años treinta y con unos conocimientos literarios, musicales, pictóricos y filosóficos que para mí habría querido. En contra de lo que ingenuamente había supuesto al leer sus libros, no sólo no era alguien irrespetuoso frente al pasado, sino que se sentía tan vinculado a él que por eso mismo, explicó, había optado por escribir como lo hacía. "En la literatura todavía no ha llegado Mondrian", dijo. En el avión había venido leyendo a Ovidio en latín.

Llegaba de París, donde vivía desde muy joven, aunque había nacido en Madrid, en 1944, y se había criado en Barcelona, de donde era su familia. A partir de entonces nos escribimos con frecuencia y nos vimos en París con la frecuencía menor que mis viajes allí permitían. Era médico, estaba casado con una francesa de origen chino, vivía de unas rentas y se dedicaba exclusivamente a escribir.

Creo no haber conocido a una persona tan atenta y educada, y se me ha quedado grabada su imagen un día de lluvia en que su mujer, Lysiane, quería ir a comprar plantas y flores a un mercado al aire libre. Mientras ella paseaba y miraba, concentrada en las plantas, Aliocha Coll la seguía, un paso detrás y en la mano un paraguas que, para protegerla debidamente del agua, renunciaba a cubrirle a él, empapado e impertérrito como un antiguo mayordomo.
Cuando se acabaron sus rentas empezó a ejercer como médico, pasó ciertos apuros y padeció alguna otra pérdida. Su única otra obra publicada fue una extraordinaria traducción del Teatro de Marlowe, en versos endecasílabos, que hizo para Clásicos Alfaguara. Antes de su edición nos reunimos un día: él me la leía en voz alta mientras yo seguía el original en inglés, y pocas veces he tenido una sensación de tan perfecto acoplamiento entre dos lenguas.

Después de aquellas primeras novelas apenas si leí nada más de cuanto sin cesar escribía: me envió algunos sonetos, fragmentos de su Ensayo sobre el dolor, que, como el resto, jamás fue publicado pese a los intentos de Carmen Balcells, quien además de la agente de tantas figuras célebres, también lo era de este médico casi desconocido.

Su conversación era quebrada y llena de pausas, pero siempre inteligente y apasionada, una de esas personas, cada vez más escasas, que se involucran en cuanto van diciendo.

Seguro de su talento, yo intentaba convencerle de que probara a escribir cosas más "tradicionales", aunque sólo fuera como divertimiento. Conviene puntualizar que para él era "tradicional" casi todo, incluyendo a Juan Benet en nuestra lengua. Tengo entendido que algunos de sus textos más recientes eran por Fin así, más "tradicionales". De ellos sólo sé sus títulos: Laocoonte, La ruta de la seda, Atila. También sé que tradujo cuatro obras de Shakespeare y que investigó sobre el dolor consigo mismo.

'Atila'

Hace unos días, estando casualmente en París, me enteré de su muerte, ocurrida el pasado 15 de noviembre. Murió por su propia mano, y al parecer justo antes se hallaba eufórico, pese a que su situación personal no era fácil en los últimos años, circundado por la enfermedad, las de sus pacientes y la de alguien muy próximo. Según me cuentan, acababa de concluir ese título, Atila, que consideraba su última obra. Consideró asimismo que nada le quedaba por hacer y puso fin a su vida, con serenidad, incluso con frialdad, de manera que no pudiera fallar, y los médicos nunca fallan en estos lances.

Resulta extraño que alguien que apenas publicó en vida asociara tanto la vida a lo que escribía. Acabado el papel se acabó la vida. Resulta extraño en alguien que tampoco hizo nunca muchos esfuerzos por publicar las obras que, una tras otra, seguía escribiendo impávido, guardando en un cajón, enseñando parcialmente a un amigo de cuando en cuando.

Su talento verbal, insisto, era formidable. Tenía 42 años. Si publicar esas obras fue difícil en su vida, supongo que no lo será menos porque haya muerto, y quizá por ello haya que esperar aún mucho tiempo para ver cómo había evolucionado ese talento desde Vitam venturi saeculi.

En la dedicatoria que escribió en mi ejemplar dice así: "Para Javier, mi amigo, y mi compañero errante de palabras, de silencios y de siglos". Su verdadero nombre era Javier, así que podría decirle lo mismo sin cambiar una palabra. Por los siglos venideros.